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“La cunita estaba al fondo de la sala. Mi padre nunca vio al bebé”
Un hospital informa a una familia de que la recién nacida que creyeron enterrar en 1965 vivió y fue dada de alta, pero luego rectifica sin aportar datos
“La cunita estaba al fondo de la sala. Mi padre nunca vio al bebé” Un hospital informa a una familia de que la recién nacida que creyeron enterrar en 1965 vivió y fue dada de alta, pero luego rectifica sin aportar datos
“Lo siento, pero aquí pone que su madre se llevó al bebé el día 12. Ambos fueron dados de alta”, les dijo a los hermanos Raquel y Javier del Campo Díaz la trabajadora social del hospital de Santa Cristina, en Madrid. “Eso es imposible. Tenemos el certificado de defunción de mi hermana. Pone que la niña murió en el hospital de melenas [hemorragias] repetidas”, respondió Raquel. “Pues entonces no lo entiendo”, admitió la trabajadora del centro sanitario: “Nosotros tenemos registrado que su madre se la llevó”.
Esta historia comienza un 5 de octubre de 1965, a medianoche, cuando María Díaz, madre de Raquel y Javier, empieza sentir molestias por sus nueve meses de embarazo. Ella, una vecina y su marido, Francisco del Campo, un modesto fontanero, toman un taxi y se encaminan al hospital. Es su primer hijo. María queda ingresada en el centro sanitario, pero tanto Francisco como la vecina tienen que volverse a casa. “Les dijeron que se marcharan, que allí no se podían quedar, y se fueron”, relata Raquel. A las cuatro de la mañana nació María Josefa del Campo Díaz, un bebé al que su madre no verá nunca tras el parto porque “una monja dijo que respiraba mal y que había que meterlo en la incubadora”.
María, que padeció un alumbramiento sumamente complicado, no podía levantarse a ver a la recién nacida, pero sí su marido. Francisco, a primera hora de la mañana, volvió al hospital. Sin embargo, no permitieron que la viera. “Solo en horario de visitas”, le dijeron. Y Francisco esperó pacientemente la hora “de visitas”. Pero ese día tampoco pudo ver a la niña: una gran cristalera lo impedía. “La cunita estaba al fondo de una gran sala. Mi padre insistió en que quería acercarse, pero la monja, siempre hay una monja, no se lo permitió. Decía que estaba prohibido. Y así un día tras otro”, señala Raquel.
Mientras tanto, la madre seguía sin recuperarse. Sufría fortísimas hemorragias que le impedían acercarse hasta su pequeña. Lo intentó, pero no podía. La monja, incluso, la detuvo cuando consiguió ponerse en pie y dar unos pasos. “La niña no se puede ver”, le insistió.
Por fin, tras siete días de reposo, María recibió el alta. Podía irse a casa. Su hija, no. “La monja le dijo que la niña seguía muy enferma y que no podía llevársela. Mi madre se marchó entonces, pero tuvo que ser ingresada urgentemente a las pocas horas en el hospital de La Paz porque las hemorragias volvieron: durante el parto no le habían extraído la placenta. Estuvo a punto de morir. Por eso, mi padre tenía que ir todos los días de un hospital a otro para ver a su mujer y al bebé. Pero seguía sin poder acercarse a la niña. Solo de lejos. Nunca le vio la cara. Mi padre es miope y solo distinguía un pequeño bulto”.
El día 23 le anunciaron a Francisco que la niña tenía meningitis. “Que lo mejor es que se muera, porque se va quedar tontita, que, a lo mejor, no pasa de mañana”, explica Javier del Campo, hijo de Francisco. Y, efectivamente, la niña murió al día siguiente. Era sábado.
El domingo, Francisco acudió al cementerio de La Almudena para enterrarla. “Había un féretro pequeño. Blanco. Mi padre pidió que lo abrieran. Se lo negaron. '¡Cómo vamos a hacer eso!', le dijeron”. Y Francisco calló.
Desde entonces, María y Francisco acudieron cada año al cementerio a poner unas flores a su hija nunca vista ni mecida, la primera que tuvieron. Pasados los años, el cementerio eliminó el enterramiento sin avisarles. Y hasta lo entendieron: la sepultura era de beneficencia. No tenían derecho. A nada.
Corrió el tiempo hasta que, hace dos años, Raquel y Javier comenzaron a hacerse preguntas cuando oyeron hablar de los niños desaparecidos. Empezaron a investigar y a reunir papeles. Hallaron el certificado de enterramiento de su hermana: costó 800 pesetas de la época. Incluía féretro, coche, flores… y hasta una sepultura de pago. Y todo, se decía, lo había abonado su padre.
“Yo nunca pagué nada. No teníamos dinero. ¿Cómo voy a pagar 800 pesetas si yo ganaba 600? Eso no es verdad. Yo no firmé nada”, le explicó Francisco a sus hijos. Y entonces fueron al hospital donde nació su hermana. Pidieron el historial médico. Allí estaba y escrito en letras muy claras que el parto había sido normal, que la niña estaba bien y que se procedió al alta, el 12 de octubre de 1965, de madre e hija.
“Que no. Yo tengo el certificado de defunción. ¿Ve? Lo pone aquí”, le replica Raquel a la asistente social. “Que no, que les dieron el alta”, insiste esta última. “Su madre se llevó el bebé”.
Posteriormente, el hospital escribió a Raquel una carta en la que explicaba que María, efectivamente, tuvo una niña el día 5 en el hospital y que la madre fue dada de alta el día 12, mientras que el 24 murió el bebé, que lo del alta que tiene Raquel solo se refiere a la madre, no a la niña, que el hospital ha encontrado un “libro” donde dice que el bebé falleció. “¿Qué libro? Queremos verlo. ¿Dónde está el expediente médico de nuestra hermana?, ¿de qué murió?, ¿quién firmó el parte de defunción?, ¿quién pagó el entierro?”, claman los hermanos. “No lo sabemos. Ya no hemos hallado más documentos”, les atajaron.
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